domingo, 16 de septiembre de 2007

El hijo pródigo

En este domingo XXIV del tiempo ordinario, el Evangelio nos ofrece las parábolas de la misericordia. Aquí tenéis una interpretación cristológica de la parábola. Es un poco atrevida, pero de gran belleza literaria y de profundidad teológica.

«Él, que no nació de raza humana, ni de deseo humano ni de voluntad humana, sino del mismo Dios, un buen día lo reunió todo y se marchó con su herencia y su título de Hijo. Se fue a un país remoto, a una tierra lejana..., donde se volvió como son los seres humanos y se quedó vacío. Su propia gente no lo aceptaba y su primera cama fue ¡una cama de paja! Creció entre nosotros igual que una raíz en tierra árida, fue despreciado, fue el más insignificante de los hombres, ante quien uno se tapa la cara. Muy pronto conoció el exilio, la hostilidad, la soledad... Después de haberlo gastado todo llevando una vida de abundancia: su valía, su paz, su luz, su verdad, su vida..., todos los tesoros del conocimiento y la sabiduría y el misterio oculto mantenido en secreto desde tiempo inmemorable; después de haberse perdido entre los hijos de la casa de Israel, después de haber dedicado su tiempo a los enfermos (y no a los ricos), a los pecadores (y no a los justos), e incluso a las prostitutas a quienes prometió que entrarían en el reino de su Padre; después de haber sido tratado como si fuera un glotón y un bebedor, amigo de los recaudadores de impuestos y de los pecadores como una samaritana, un poseído, un blasfemo; tras haberlo entregado todo, hasta su cuerpo y su sangre; tras haber experimentado en sí mismo el dolor, la angustia y la inquietud del alma; tras haber tocado el fondo de la desesperación, con la que se vistió voluntariamente al sentirse abandonado por su Padre, lejos de la fuente que mana agua de vida, gritó desde la cruz en la que estaba clavado: “Tengo sed”. Estaba tendido descansando en el polvo y la sombra de la muerte. Y allí, al tercer día, se levantó de las profundidades del infierno al que había descendido, cargado con los pecados y las tristezas de todos nosotros. Y de pie, erguido, gritó: “Sí, me voy al Padre, a vuestro Padre, a mi Dios, a vuestro Dios”. Y volvió a ascender al cielo. Entonces, en el silencio, mirando a su Hijo y al resto de sus hijos, el Padre dijo a los sirvientes: “¡Rápido! Traed la mejor túnica y ponédsela; ponedle un anillo en el dedo y sandalias en los pies; ¡comamos y celebrémoslo! ¡Porque mis hijos, que, como sabéis, estaban muertos, han vuelto a la vida; estaban perdidos y han vuelto a ser hallados! Mi Hijo pródigo los ha traído de vuelta”. Entonces todos empezaron a festejarlo vestidos con sus largas túnicas, lavados en la sangre del Cordero»[1].

[1] Pierre Marie, Les fils prodigues e le fil prodigue, citado por Henri J. M. Nowen, El regreso del hijo pródigo. Meditaciones ante un cuadro de Rembrandt, PPC Madrid 1999, pp. 62-63.

miércoles, 12 de septiembre de 2007

Carta del Prelado (setiembre 2007)

Después de las vacaciones estivas, recomenzamos nuestras actividades ordinarias.


El Prelado reflexiona sobre la importancia de vivir cerca de Cristo para poder difundir el bien. La formación y las normas de piedad cristiana que viven quienes se acercan al Opus Dei son una ayuda para compartir la Cruz del Señor.05 de septiembre de 2007
Queridísimos: ¡que Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!La Iglesia —y, como una parte viva de la Iglesia, la Obra— está llamada a reflejar la luz que recibe constantemente de Cristo y a difundirla sobre el mundo. Jesucristo lo enseñó a todos los cristianos: vosotros sois la luz del mundo. No puede ocultarse una ciudad situada en lo alto de un monte; ni se enciende una luz para ponerla debajo de un celemín, sino sobre un candelero para que alumbre a todos los de la casa. Alumbre así vuestra luz ante los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre, que está en los cielos (Mt 5, 14-16).«Al escuchar estas palabras de Jesús —comenta Benedicto XVI—, nosotros, los miembros de la Iglesia, no podemos por menos de notar toda la insuficiencia de nuestra condición humana, marcada por el pecado. La Iglesia es santa, pero está formada por hombres y mujeres con sus límites y sus errores. Es Cristo, sólo Él, quien donándonos el Espíritu Santo puede transformar nuestra miseria y renovarnos constantemente. Él es la luz de las naciones, lumen gentium, que quiso iluminar el mundo mediante su Iglesia (cfr. Const. dogm. Lumen gentium, n. 1).»¿Cómo sucederá eso?, nos preguntamos también nosotros con las palabras que la Virgen dirigió al arcángel Gabriel. Precisamente Ella, la Madre de Cristo y de la Iglesia, nos da la respuesta: con su ejemplo de total disponibilidad a la voluntad de Dios —fiat mihi secundum verbum tuum (Lc 1, 38)—. Ella nos enseña a ser "epifanía" del Señor con la apertura del corazón a la fuerza de la gracia y con la adhesión fiel a la palabra de su Hijo, luz del mundo y meta final de la historia» (Benedicto XVI, Homilía, 6-I-2006).Condición esencial para llevar la doctrina y la vida de Cristo a los demás —y en estos tiempos urge que se haga— es que nosotros mismos nos empeñemos con mayor ahínco en conocer, tratar y amar más cada día a Nuestro Señor. Las normas de piedad cristiana, tradicionales en la Iglesia, que practicamos en el Opus Dei, tienen precisamente esa finalidad. Hemos de cumplirlas del mejor modo posible, como fruto de una elección de amor, aunque el corazón a veces esté seco o no responda.Cuando una persona se acerca a la Prelatura, movida por el deseo de conocer mejor a Dios, procuramos facilitarle una adecuada formación doctrinal, espiritual y apostólica, de modo que las enseñanzas de Cristo constituyan, desde el principio, no sólo claridad para su inteligencia, sino luz y fuerza que dirijan sus pasos en el seguimiento de Jesús. Ayudamos a la gente a apreciar y a frecuentar los sacramentos —la Eucaristía, la Confesión—, a cuidar la oración personal, a tratar a Dios como Padre y a la Santísima Virgen como Madre, a ofrecer el trabajo al Señor, a preocuparse de las necesidades espirituales y materiales de los demás, a acercar a Dios a quienes se relacionan más de cerca con ella o con él.Procuremos, pues, acrecentar en cada jornada el trato personal con Dios Padre, con Jesucristo, con el Espíritu Santo, con la Virgen Santísima. Quienes nos alimentamos del espíritu del Opus Dei, queremos poner en esa vida de piedad un colorido particular, que muchas otras personas también hacen propio: el que proviene del sentido de la filiación divina. Nos esforzamos por imitar a Cristo, con particular atención en sus años de trabajo y de vida ordinaria en Nazaret; fomentamos la devoción al Espíritu Santo, huésped íntimo del alma, que nos empuja a la identificación con Cristo y al amor de Dios Padre; veneramos a la Santísima Virgen como Madre de Dios y Madre nuestra, con una piedad de hijos pequeños que todo lo esperan de su maternal bondad; buscamos el trato personal con los Ángeles Custodios, a quienes consideramos aliados en todas nuestras tareas apostólicas, y acudimos con entera confianza a San Josemaría, nuestro Padre queridísimo, en quien vemos perfectamente realizado el espíritu que Dios ha querido para el Opus Dei.Además, hemos de esforzarnos siempre por servir con obras y de verdad (1 Jn 3, 18), no sólo con palabras, a la Iglesia santa. Recemos y hagamos rezar por el Papa y por sus intenciones, tirando del carro en la dirección que señala el Santo Padre y, en cada lugar, los Obispos en comunión con el Romano Pontífice. Realizando con fidelidad la misión propia del Opus Dei, colaboramos directísimamente a que se lleve a cabo la gran misión que el Maestro ha confiado a la Iglesia, para que se cumpla el querer de Dios: que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad (1 Tm 2, 4).Hemos de dar una decidida carga apostólica a todo lo que nos ocupa, en las situaciones y en los momentos más diversos. De este modo, todos, incluso los que excepcionalmente no se encuentren en condiciones de atender un apostolado personal inmediato, desarrollaremos una labor muy fecunda. Pero este camino requiere —lo repito de intento— cuidar el trato con Dios en las prácticas de piedad cristiana; esmerarse en la realización de un trabajo bien terminado, presentándolo a Dios cada día en la Santa Misa; dar importancia a las pequeñas mortificaciones, que Él espera que se alcen en nuestra conducta con un ritmo constante, «como el latir del corazón» (San Josemaría, Forja, n. 518).La unión con Cristo en la Cruz es imprescindible para ejecutar fielmente y con optimismo este programa apostólico. No se puede seguir a Jesús sin negarse a sí mismo (cfr. Lc 9, 23), sin cultivar el espíritu de mortificación, sin la componente habitual de obras concretas de penitencia. Lo señalaba el Santo Padre, meses atrás, al anunciar la celebración de un año dedicado a San Pablo en el bimilenario de su nacimiento. Puntualizaba que los frutos del Apóstol de los gentiles «no se deben atribuir a una brillante retórica o a refinadas estrategias apologéticas y misioneras. El éxito de su apostolado depende, sobre todo, de su compromiso personal al anunciar el Evangelio con total entrega a Cristo; entrega que no temía peligros, dificultades ni persecuciones: "Ni la muerte ni la vida —escribió a los Romanos—, ni los ángeles ni los principados, ni lo presente ni lo futuro, ni las potestades ni la altura ni la profundidad, ni otra criatura alguna, podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro" (Rm 8, 38-39).»De aquí podemos sacar una lección muy importante para todos los cristianos. La acción de la Iglesia sólo es creíble y eficaz en la medida en que quienes forman parte de ella están dispuestos a pagar personalmente su fidelidad a Cristo, en cualquier circunstancia. Donde falta esta disponibilidad, falta el argumento decisivo de la verdad, del que la Iglesia misma depende» (Benedicto XVI, Homilía en la Basílica de San Pablo extramuros, 28-VI-2007).Estas consideraciones nos ayudan a prepararnos para la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, el próximo día 14. San Josemaría nos señaló la gran meta de poner la Cruz de Cristo en la cima de todas las actividades humanas —con nuestro trabajo santificado y santificante— para que Jesús atraiga a todos hacia sí (cfr. Jn 12, 32). Contemplemos la urgencia de esta tarea, porque «¡cuántos, también en nuestro tiempo, buscan a Dios, buscan a Jesús y a su Iglesia, buscan la misericordia divina, y esperan un "signo" que toque su mente y su corazón! Hoy, como entonces, el evangelista nos recuerda que el único "signo" es Jesús elevado en la cruz: Jesús muerto y resucitado es el signo absolutamente suficiente. En Él podemos comprender la verdad de la vida y obtener la salvación. Éste es el anuncio central de la Iglesia, que no cambia a lo largo de los siglos. Por tanto, la fe cristiana no es ideología, sino encuentro personal con Cristo crucificado y resucitado. De esta experiencia, que es individual y comunitaria, surge un nuevo modo de pensar y de actuar: como testimonian los santos, nace una existencia marcada por el amor» (Benedicto XVI, Homilía, 26-III-2006).Una parte importante de ese mostrar a Cristo en nuestra vida, se resume —no lo demos por sabido— en la práctica gozosa, habitual, de la mortificación y de la penitencia: renunciar voluntariamente a comodidades y placeres que, sin ser malos en sí mismos, podrían entibiar o dificultar la unión con Dios. El uso templado de los bienes materiales, sin dejarse apresar en sus lazos, reviste una importancia fundamental en ese estar con Cristo y en el apostolado.Hace ya muchos años, nuestro Fundador escribió que «los hombres esperan de nosotros, los hijos de Dios en su Obra, ese bonus odor Christi, que —apoyado en nuestra templanza— les encienda y les arrastre» (San Josemaría, Instrucción, mayo-1935/14-IX-1950, n. 65). En cambio, si no rechazamos el contagio de lo mundano, si pensásemos que es imposible llevar con nosotros el ambiente exigente de Cristo, si no supiéramos ir contra corriente, no podríamos ayudar a los otros a encontrar la gran dicha de la amistad con Jesucristo. Lo mundano, desgraciadamente, abunda en la mayor parte de los ambientes. Es preciso invitar a los demás —primero con el ejemplo— a respirar el aire limpio de la cercanía de Dios. Y, para esto, es indispensable la templanza del corazón y de los sentidos: bienaventurados los limpios de corazón, porque verán a Dios (Mt 5, 8); con la persuasión de que sólo así se ama apasionadamente este mundo nuestro.¡Qué grande es la responsabilidad de los cristianos! Meditemos una vez más las palabras que San Josemaría escribió en Camino: «De que tú y yo nos portemos como Dios quiere —no lo olvides— dependen muchas cosas grandes» (San Josemaría, Camino, n. 755).Seguid rezando por la persona y las intenciones del Santo Padre. Pedid al Señor que haga muy fecundo su servicio a la Iglesia: que todos los católicos —pastores y fieles— acojan de corazón sus enseñanzas y las pongan en práctica. Y uníos también a mis intenciones: perdonad tanta insistencia, pero necesito de verdad de vosotros, de cada una y de cada uno. Repetía nuestro Padre: «está todo hecho, y está todo por hacer»; por eso busco vuestra colaboración total, para que yo no detenga ese reto de apostolado, de anunciar a la humanidad que Jesucristo nos llama a cada una, a cada uno.Con todo cariño, os bendice vuestro Padre + JavierPamplona, 1 de septiembre de 2007

martes, 10 de julio de 2007

Cartas infantiles

Estas "cartas a Jesús" recopiladas por un maestro italiano pueden considerarse un buen alimento para el espíritu, pues nos enseñan a tratar a Dios con confianza y sinceridad, desde la pequeñez y no desde nuestros puntos de vista tantas veces preñados de soberbia.

domingo, 8 de julio de 2007

Discurso de Benedicto XVI a los jóvenes en Asís



CIUDAD DEL VATICANO, jueves, 5 julio 2007 (ZENIT.org).- Publicamos el discurso que pronunció Benedicto XVI durante el encuentro con los jóvenes que mantuvo el domingo 17 de junio ante la Basílica de Santa María de los Ángeles en Asís.



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Queridos jóvenes:

Gracias por vuestra acogida tan entusiasta. Percibo en vosotros la fe, percibo la alegría de ser cristianos católicos. Gracias por las afectuosas palabras y por las importantes preguntas que me han dirigido vuestros dos representantes. Espero decir algo, durante este encuentro, sobre esas preguntas, que atañen a la vida. No puedo dar ahora una respuesta exhaustiva, pero trataré de decir algo.

En primer lugar os saludo a todos vosotros, jóvenes de esta diócesis de Asís-Nocera Umbra-Gualdo Tadino, con vuestro obispo, mons. Domenico Sorrentino. Os saludo a vosotros, jóvenes de todas las diócesis de Umbría, que os habéis dado cita aquí con vuestros pastores. Naturalmente, también os saludo a vosotros, jóvenes que habéis venido de las demás regiones de Italia, acompañados por vuestros animadores franciscanos. Dirijo un cordial saludo al cardenal Attilio Nicora, mi legado para las basílicas papales de Asís, y a los ministros generales de las diversas Órdenes franciscanas.

Nos acoge aquí, con san Francisco, el corazón de la Madre, la "Virgen hecha Iglesia", como él solía invocarla (cf. Saludo a la santísima Virgen María, 1: FF 259). San Francisco sentía un cariño especial por la iglesita de la Porciúncula, que se conserva en esta basílica de Santa María de los Ángeles. Fue una de las iglesias que él se encargó de reparar en los primeros años de su conversión y donde escuchó y meditó el Evangelio de la misión (cf. 1 Cel I, 9, 22: FF 356). Después de los primeros pasos de Rivotorto, puso aquí el "cuartel general" de la Orden, donde los frailes pudieran resguardarse casi como en el seno materno, para renovarse y volver a partir llenos de impulso apostólico. Aquí obtuvo para todos un manantial de misericordia en la experiencia del "gran perdón", que todos necesitamos. Por último, aquí vivió su encuentro con la "hermana muerte".

Queridos jóvenes, ya sabéis que el motivo que me ha traído a Asís ha sido el deseo de revivir el camino interior de san Francisco, con ocasión del VIII centenario de su conversión. Este momento de mi peregrinación tiene un significado particular y he pensado en él como en la cumbre de mi jornada. San Francisco habla a todos, pero sé que para vosotros, los jóvenes, tiene un atractivo especial. Me lo confirma vuestra presencia tan numerosa, así como las preguntas que habéis formulado. Su conversión sucedió cuando estaba en la plenitud de su vitalidad, de sus experiencias, de sus sueños. Había pasado veinticinco años sin encontrar el sentido de su vida. Pocos meses antes de morir recordará ese período como el tiempo en que "vivía en los pecados" (cf. 2 Test 1: FF 110).

¿En qué pensaba san Francisco al hablar de "pecado"? Con los datos que nos dan las biografías, todas ellas con matices diferentes, no es fácil determinarlo. Un buen retrato de su estilo de vida se encuentra en la Leyenda de los tres compañeros, donde se lee: "Francisco era muy alegre y generoso, dedicado a los juegos y a los cantos; vagaba por la ciudad de Asís día y noche con amigos de su mismo estilo; era tan generoso en los gastos, que en comidas y otras cosas dilapidaba todo lo que podía tener o ganar" (3 Comp 1, 2: FF 1396).

¿De cuántos muchachos de nuestro tiempo no se podría decir algo semejante? Además, hoy existe la posibilidad de ir a divertirse lejos de la propia ciudad. En las iniciativas de diversión durante los fines de semana participan numerosos jóvenes. Se puede "vagar" también virtualmente "navegando" en internet, buscando informaciones o contactos de todo tipo. Por desgracia, no faltan —más aún, son muchos, demasiados— los jóvenes que buscan paisajes mentales tan fatuos como destructores en los paraísos artificiales de la droga.

¿Cómo negar que son muchos los jóvenes, y no jóvenes, que sienten la tentación de seguir de cerca la vida del joven Francisco antes de su conversión? En ese estilo de vida se esconde el deseo de felicidad que existe en el corazón humano. Pero, esa vida ¿podía dar la alegría verdadera? Ciertamente, Francisco no la encontró. Vosotros mismos, queridos jóvenes, podéis comprobarlo por propia experiencia. La verdad es que las cosas finitas pueden dar briznas de alegría, pero sólo lo Infinito puede llenar el corazón. Lo dijo otro gran convertido, san Agustín. "Nos hiciste, Señor, para ti; y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti" (Confesiones I, 1).

El mismo texto biográfico nos refiere que Francisco era más bien vanidoso. Le gustaba vestir con elegancia y buscaba la originalidad (cf. 3 Comp 1, 2: FF 1396). En cierto modo, todos nos sentimos atraídos hacia la vanidad, hacia la búsqueda de originalidad. Hoy se suele hablar de "cuidar la imagen" o de "tratar de dar buena imagen". Para poder tener éxito, aunque sea mínimo, necesitamos ganar crédito a los ojos de los demás con algo inédito, original. En cierto aspecto, esto puede poner de manifiesto un inocente deseo de ser bien acogidos. Pero a menudo se infiltra el orgullo, la búsqueda desmesurada de nosotros mismos, el egoísmo y el afán de dominio. En realidad, centrar la vida en nosotros mismos es una trampa mortal: sólo podemos ser nosotros mismos si nos abrimos en el amor, amando a Dios y a nuestros hermanos.

Un aspecto que impresionaba a los contemporáneos de Francisco era también su ambición, su sed de gloria y de aventura. Esto fue lo que lo llevó al campo de batalla, acabando prisionero durante un año en Perusa. Una vez libre, esa misma sed de gloria lo habría llevado a Pulla, en una nueva expedición militar, pero precisamente en esa circunstancia, en Espoleto, el Señor se hizo presente en su corazón, lo indujo a volver sobre sus pasos, y a ponerse seriamente a la escucha de su Palabra.

Es interesante observar cómo el Señor conquistó a Francisco cogiéndole las vueltas, su deseo de afirmación, para señalarle el camino de una santa ambición, proyectada hacia el infinito: "¿Quién puede serte más útil, el señor o el siervo?" (3 Comp 2, 6: FF 1401), fue la pregunta que sintió resonar en su corazón. Equivale a decir: ¿por qué contentarse con depender de los hombres, cuando hay un Dios dispuesto a acogerte en su casa, a su servicio regio?

Queridos jóvenes, me habéis hablado de algunos problemas de la condición juvenil, de lo difícil que os resulta construiros un futuro, y sobre todo de la dificultad que encontráis para discernir la verdad.

En el relato de la pasión de Cristo encontramos la pregunta de Pilato: "¿Qué es la verdad?" (Jn 18, 38). Es la pregunta de un escéptico, que dice: "Tú afirmas que eres la verdad, pero ¿qué es la verdad?". Así, suponiendo que la verdad no se puede reconocer, Pilato da a entender: "hagamos lo que sea más práctico, lo que tenga más éxito, en vez de buscar la verdad". Luego condena a muerte a Jesús, porque actúa con pragmatismo, buscando el éxito, su propia fortuna.

También hoy muchos dicen: "¿Qué es la verdad? Podemos encontrar sus fragmentos, pero ¿cómo podemos encontrar la verdad?". Resulta realmente arduo creer que Jesucristo es la verdad, la verdadera Vida, la brújula de nuestra vida. Y, sin embargo, si caemos en la gran tentación de comenzar a vivir únicamente según las posibilidades del momento, sin la verdad, realmente perdemos el criterio y también el fundamento de la paz común, que sólo puede ser la verdad. Y esta verdad es Cristo. La verdad de Cristo se ha verificado en la vida de los santos de todos los siglos. Los santos son la gran estela de luz que en la historia atestigua: esta es la vida, este es el camino, esta es la verdad. Por eso, tengamos el valor de decir sí a Jesucristo: "Tu verdad se ha verificado en la vida de tantos santos. Te seguimos".

Queridos jóvenes, mientras venía de la basílica del Sacro Convento, pensaba que no convenía hablar casi una hora yo solo. Por eso, creo que ahora sería oportuno hacer una pausa, para un canto. Sé que habéis preparado muchos cantos; tal vez me podéis cantar uno en este momento.

Bien, el canto nos ha recordado que san Francisco escuchó la voz de Cristo en su corazón. Y ¿qué sucede? Sucede que comprende que debe ponerse al servicio de los hermanos, sobre todo de los que más sufren. Esta es la consecuencia de su primer encuentro con la voz de Cristo.

Esta mañana, al pasar por Rivotorto, contemplé el lugar en donde, según la tradición, se hallaban segregados los leprosos —los últimos, los marginados—, con respecto a los cuales Francisco sentía una repugnancia irresistible. Tocado por la gracia, les abrió su corazón. Y no sólo lo hizo con un gesto piadoso de limosna, pues hubiera sido demasiado poco, sino también besándolos y sirviéndolos. Él mismo confiesa que lo que antes le resultaba amargo, se transformó para él en "dulzura de alma y de cuerpo" (2 Test 3: FF 110).

Así pues, la gracia comienza a modelar a Francisco. Se fue haciendo cada vez más capaz de fijar su mirada en el rostro de Cristo y de escuchar su voz. Fue entonces cuando el Crucifijo de San Damián le dirigió la palabra, invitándolo a una valiente misión: "Ve, Francisco, repara mi casa, que, como ves, está totalmente en ruinas" (2 Cel I, 6, 10: FF 593).

Al visitar esta mañana San Damián, y luego la basílica de Santa Clara, donde se conserva el Crucifijo original que habló a san Francisco, también yo fijé mi mirada en los ojos de Cristo. Es la imagen de Cristo crucificado y resucitado, vida de la Iglesia, que, si estamos atentos, nos habla también a nosotros, como habló hace dos mil años a sus Apóstoles y hace ochocientos años a san Francisco. La Iglesia vive continuamente de este encuentro.

Sí, queridos jóvenes: dejemos que Cristo se encuentre con nosotros. Fiémonos de él, escuchemos su palabra. Él no sólo es un ser humano fascinante. Desde luego, es plenamente hombre, en todo semejante a nosotros, excepto en el pecado (cf. Hb 4, 15). Pero también es mucho más: Dios se hizo hombre en él y, por tanto, es el único Salvador, como dice su nombre mismo: Jesús, o sea, "Dios salva".

A Asís se viene para aprender de san Francisco el secreto para reconocer a Jesucristo y hacer experiencia de él. Según lo que narra su primer biógrafo, esto es lo que sentía Francisco por Jesús: "Siempre llevaba a Jesús en el corazón. Llevaba a Jesús en los labios, llevaba a Jesús en los oídos, llevaba a Jesús en las manos, llevaba a Jesús en todos los demás miembros... Más aún, muchas veces, encontrándose de viaje, al meditar o cantar a Jesús, se olvidaba que estaba de viaje y se detenía a invitar a todas las criaturas a alabar a Jesús" (1 Cel II, 9, 115: FF 115). Así vemos cómo la comunión con Jesús abre también el corazón y los ojos a la creación.

En definitiva, san Francisco era un auténtico enamorado de Jesús. Lo encontraba en la palabra de Dios, en los hermanos, en la naturaleza, pero sobre todo en su presencia eucarística. A este propósito, escribe en su Testamento: "Del mismo altísimo Hijo de Dios no veo corporalmente nada más que su santísimo Cuerpo y su santísima Sangre" (2 Test 10: FF 113). La Navidad de Greccio manifiesta la necesidad de contemplarlo en su tierna humanidad de niño (cf. 1 Cel I, 30, 85-86: FF 469-470). La experiencia de la Verna, donde recibió los estigmas, muestra hasta qué grado de intimidad había llegado en su relación con Cristo crucificado. Realmente pudo decir con san Pablo: "Para mí vivir es Cristo" (Flp 1, 21). Si se desprende de todo y elige la pobreza, el motivo de todo esto es Cristo, y sólo Cristo. Jesús es su todo, y le basta.

Precisamente porque es de Cristo, san Francisco es también hombre de Iglesia. El Crucifijo de San Damián le había pedido que reparara la casa de Cristo, es decir, la Iglesia. Entre Cristo y la Iglesia existe una relación íntima e indisoluble. Ciertamente, en la misión de Francisco, ser llamado a repararla implicaba algo propio y original.

Al mismo tiempo, en el fondo, esa tarea no era más que la responsabilidad que Cristo atribuye a todo bautizado. También a cada uno de nosotros nos dice: "Ve y repara mi casa". Todos estamos llamados a reparar, en cada generación, la casa de Cristo, la Iglesia. Y sólo actuando así, la Iglesia vive y se embellece. Como sabemos, hay muchas maneras de reparar, de edificar, de construir la casa de Dios, la Iglesia. Se edifica con las diferentes vocaciones, desde la laical y familiar hasta la vida de especial consagración y la vocación sacerdotal.

En este punto, quiero decir algo precisamente sobre esta última vocación. San Francisco, que fue diácono, no sacerdote (cf. 1 Cel I, 30, 86: FF 470), sentía gran veneración por los sacerdotes. Aun sabiendo que incluso en los ministros de Dios hay mucha pobreza y fragilidad, los veía como ministros del Cuerpo de Cristo, y eso le bastaba para despertar en sí mismo un sentido de amor, de reverencia y de obediencia (cf. 2 Test 6-10: FF 112-113). Su amor a los sacerdotes es una invitación a redescubrir la belleza de esta vocación, vital para el pueblo de Dios.

Queridos jóvenes, rodead de amor y gratitud a vuestros sacerdotes. Si el Señor llamara a alguno de vosotros a este gran ministerio, o a alguna forma de vida consagrada, no dudéis en decirle "sí". No es fácil, pero es hermoso ser ministros del Señor, es hermoso gastar la vida por él.

El joven Francisco sintió un afecto realmente filial hacia su obispo, y en sus manos, despojándose de todo, hizo la profesión de una vida ya totalmente consagrada al Señor (cf. 1 Cel I, 6, 15: FF 344). Sintió de modo especial la misión del Vicario de Cristo, al que sometió su Regla y encomendó su Orden. En cierto sentido, el gran afecto que los Papas han manifestado a Asís a lo largo de la historia es una respuesta al afecto que san Francisco sintió por el Papa. Queridos jóvenes, a mí me alegra estar aquí, siguiendo las huellas de mis predecesores, y en particular del amigo, del amado Papa Juan Pablo II.

Como en círculos concéntricos, el amor de san Francisco a Jesús no sólo se extiende a la Iglesia sino también a todas las cosas, vistas en Cristo y por Cristo. De aquí nace el Cántico de las criaturas, en el que los ojos descansan en el esplendor de la creación: desde el hermano sol hasta la hermana luna, desde la hermana agua hasta el hermano fuego. Su mirada interior se hizo tan pura y penetrante, que descubrió la belleza del Creador en la hermosura de las criaturas. El Cántico del hermano sol, antes de ser una altísima página de poesía y una invitación implícita a respetar la creación, es una oración, una alabanza dirigida al Señor, al Creador de todo.

A la luz de la oración se ha de ver también el compromiso de san Francisco en favor de la paz. Este aspecto de su vida es de gran actualidad en un mundo que tiene tanta necesidad de paz y no logra encontrar el camino para alcanzarla. San Francisco fue un hombre de paz y un constructor de paz. Lo pone de manifiesto también mediante la bondad con que trató, aunque sin ocultar nunca su fe, con hombres de otras creencias, como lo atestigua su encuentro con el Sultán (cf. 1 Cel I, 20, 57: FF 422).

Si hoy el diálogo interreligioso, especialmente después del concilio Vaticano II, ha llegado a ser patrimonio común e irrenunciable de la sensibilidad cristiana, san Francisco nos puede ayudar a dialogar auténticamente, sin caer en una actitud de indiferencia ante la verdad o en el debilitamiento de nuestro anuncio cristiano. Su actitud de hombre de paz, de tolerancia, de diálogo, nacía siempre de la experiencia de Dios-Amor. No es casualidad que su saludo de paz fuera una oración: "El Señor te dé la paz" (2 Test 23: FF 121).

Queridos jóvenes, vuestra presencia aquí en tan gran número demuestra que la figura de san Francisco habla a vuestro corazón. De buen grado os vuelvo a presentar su mensaje, pero sobre todo su vida y su testimonio. Es tiempo de jóvenes que, como Francisco, se lo tomen en serio y sepan entrar en una relación personal con Jesús. Es tiempo de mirar a la historia de este tercer milenio, recién comenzado, como a una historia que necesita más que nunca ser fermentada por el Evangelio.

Hago mía, una vez más, la invitación que mi amado predecesor Juan Pablo II solía dirigir, especialmente a los jóvenes: "Abrid las puertas a Cristo". Abridlas como hizo san Francisco, sin miedo, sin cálculos, sin medida. Queridos jóvenes, sed mi alegría, como lo habéis sido para Juan Pablo II. Desde esta basílica dedicada a Santa María de los Ángeles os doy cita en la Santa Casa de Loreto, a principios de septiembre, para el Ágora de los jóvenes italianos.

A todos os imparto mi bendición. Gracias por todo, por vuestra presencia y por vuestra oración.

miércoles, 4 de julio de 2007

Carta del Prelado del Opus Dei (Julio 2007)

Queridísimos: ¡que Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos! Como otros años, el pasado 26 de junio se ha celebrado litúrgicamente la fiesta de San Josemaría Escrivá de Balaguer en numerosos lugares del mundo entero. Cada día más, la devoción a nuestro Padre es una realidad que no conoce confines: ni geográficos, ni lingüísticos, ni de razas, ni de condición social. Millones de personas acuden a su intercesión en las necesidades espirituales y materiales, y se inspiran en su vida y en sus enseñanzas para llevar a la práctica las exigencias del Evangelio.

Su figura resulta actualísima y así sucederá siempre, con la gracia de Dios, para que muchos hombres y mujeres descubran los caminos que conducen a la Trinidad Santísima, a través de todas las realidades humanas nobles: la familia, el trabajo, las relaciones sociales, etc.

El Señor desea que quienes nos esforzamos a diario por santificarnos, siguiendo el espíritu del Opus Dei, nos empeñemos por recorrer fielmente las sendas que San Josemaría abrió con su docilidad al querer divino. De este modo, con el testimonio de nuestra lucha interior —a veces victoriosa y otras no, pero recomenzando siempre con alegría—, y con nuestras palabras de aliento, muchas otras personas se animarán a emprender este camino de santificación en el trabajo profesional y en el cumplimiento de los deberes ordinarios del cristiano[1], que es la Obra.
Hoy os recuerdo algunas enseñanzas de San Josemaría relacionadas con los primeros cristianos, que recibieron la doctrina evangélica directamente de labios de los Apóstoles o de sus inmediatos colaboradores. Se fijaba en ellas y en ellos como ejemplo de la forma con la que hemos de afrontar nuestra existencia en medio del mundo. Precisamente ayer hemos vivido la memoria litúrgica de los protomártires romanos, hombres y mujeres de la Urbe que dieron el supremo testimonio de Cristo en la Ciudad Eterna durante la persecución de Nerón. Al introducir su fiesta en el calendario universal, la Iglesia decidió que se celebrara el 30 de junio, tras la solemnidad de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo, como para subrayar su unión estrechísima con quienes les habían transmitido la doctrina santa de Jesucristo.
Para explicar la misión del Opus Dei, San Josemaría recurría con frecuencia a aquellos primeros hermanos nuestros en la fe. Si se quiere buscar alguna comparación —decía—, la manera más fácil de entender el Opus Dei es pensar en la vida de los primeros cristianos. Ellos vivían a fondo su vocación cristiana; buscaban seriamente la perfección a la que estaban llamados por el hecho, sencillo y sublime, del Bautismo. No se distinguían exteriormente de los demás ciudadanos[2]. De modo semejante, añadía, los fieles del Opus Dei son personas comunes; desarrollan un trabajo corriente; viven en medio del mundo como lo que son: ciudadanos cristianos que quieren responder cumplidamente a las exigencias de su fe[3].
También me mueve a haceros estas consideraciones el deseo de secundar las enseñanzas del Papa, que en las Audiencias de los miércoles —desde hace ya algún tiempo— expone la figura de los antiguos Padres y escritores de la Iglesia. Sus palabras nos pueden ayudar a conducirnos como esas personas de los albores del cristianismo. En el fondo, las circunstancias en que ellos testimoniaron su fe no se muestran muy distintas de las nuestras.
Resalta un primer punto: la actitud optimista, rebosante de confianza y seguridad —¡de fe!—, con que se relacionaron con el mundo pagano. A la luz de las enseñanzas del Señor, supieron discernir lo que había de positivo en las costumbres sociales de su época, y rechazaron lo que no era compatible con la nueva visión de la existencia que la doctrina de Cristo les había comunicado.
El Papa hace notar, por ejemplo, que San Justino —cristiano seglar, maestro de filosofía en la Urbe—, partiendo de la Sagrada Escritura, ilustró ante todo el proyecto divino de la creación y de la salvación que se realiza en Jesucristo, el Logos, es decir, el Verbo eterno, la Razón eterna, la Razón creadora. Y subraya cómo aquel antiguo Padre de la Iglesia considera que todo hombre, como criatura racional, participa del Logos, lleva en sí una "semilla" y puede vislumbrar la verdad. Así, el mismo Logos, que se reveló como figura profética a los judíos en la Ley antigua, también se manifestó parcialmente, como en "semillas de verdad", en la filosofía griega. Ahora bien, concluye San Justino, puesto que el cristianismo es la manifestación histórica y personal del Logos en su totalidad, "todo lo bello que ha sido expresado por cualquier persona, nos pertenece a nosotros, los cristianos"[4].
En muchos países, los que nos sabemos hijos de Dios nos hallamos inmersos en una sociedad neopagana y —no lo dudemos— tenemos encomendada la estupenda misión de reconducirla de nuevo a Dios. La actitud apostólica de cada una y de cada uno ha de seguir los pasos de los que nos han precedido. Bien asentados en la doctrina católica, hemos de actuar sin complejos de inferioridad en el seno de la sociedad civil a la que por derecho propio pertenecemos, y —sin arrogancia— transformarla desde dentro actuando como el fermento en la masa[5], para el bien temporal y eterno de los hombres.
Seamos, pues, optimistas y objetivos. Aunque veamos deficiencias y errores, abundan siempre muchas actitudes positivas, realidades buenas en las mujeres y en los hombres con quienes nos encontramos, y en el ambiente en el que nos movemos. Al ocuparnos del apostolado, hemos de descubrir esas riquezas y apreciarlas, para conducir a quienes tratamos hacia la Verdad. Apoyándonos en esos puntos de interés común, será más fácil acercar las almas a Dios. Nuestro mejor aliado para la nueva evangelización de la sociedad —además del Ángel Custodio de las personas que tratamos— es precisamente ese poso divino que se encuentra siempre en cada criatura humana —aunque a veces lo ignore—, también entre quienes se hallan más alejados de Dios.
Llenémonos de ánimo, y tratemos de contagiarlo a otros que quizá se quedan desalentados ante las situaciones de decadencia moral y espiritual que surgen en tantas partes. En las conversaciones personales con amigos y compañeros, así como en las intervenciones más o menos públicas que nos corresponda llevar a cabo, vayamos pertrechados con las "alas" de la fe y de la razón, como repite incansablemente el Papa[6], sin separar una de otra. Así contrarrestaremos el relativismo ambiental, manifestación de la carencia de fe y de la falta de confianza en la razón.
Y, recordando también al amadísimo Juan Pablo II, pongamos por obra su consejo: «¡No tengáis miedo! ¡Abrid, abrid de par en par, las puertas a Cristo! A su salvadora potestad abrid los confines de los Estados, los sistemas económicos al igual que los políticos, los amplios campos de cultura, de civilización, de desarrollo. ¡No tengáis miedo! Cristo sabe lo que hay dentro del hombre. ¡Sólo Él lo sabe!»[7]. Lo hemos de cumplir, primero, en nosotros mismos, permitiendo al Señor que entre en nuestras almas y señoree en ellas; y también en quienes tratamos, acompañándolos para que lleguen al convencimiento de que Jesús es el mejor Amigo.
Para eso, resulta imprescindible que mejoremos constantemente nuestra formación teológica, que ahondemos —en la medida de las necesidades y de las circunstancias de cada uno— en los temas presentes en la opinión pública relacionados con los aspectos fundamentales de la Revelación.
Analizando las enseñanzas de los Santos Padres, el Papa se detiene en otro punto de gran importancia en los momentos actuales. Afirma que el gran error de las antiguas religiones paganas consistió en no atenerse a los caminos trazados por la Sabiduría divina en el fondo de las almas. Por eso, el ocaso de la religión pagana resultaba inevitable: era la consecuencia lógica del alejamiento de la religión de la verdad del ser, al reducirse a un conjunto artificial de ceremonias, convenciones y costumbres[8]. Los antiguos Padres y escritores cristianos, en cambio, optaron por la verdad del ser contra el mito de la costumbre[9]. Tertuliano, como recuerda el Papa, escribía: «Dominus noster Christus veritatem se, non consuetudinem, cognominavit»[10]; Cristo Nuestro Señor afirmó que Él era la Verdad, no la costumbre. Y Benedicto XVI comenta que, a este respecto, conviene observar que el término consuetudo, que utiliza Tertuliano para referirse a la religión pagana, en los idiomas modernos se puede traducir con las expresiones "moda cultural", "moda del momento"[11].
También ahora es seguro el fracaso de quienes prescinden de Dios. A pesar de la aparente victoria del relativismo en algunos lugares, este modo de pensar y de vivir acabará derrumbándose como un castillo de naipes, por no estar anclado en la verdad de Dios Creador y Providente que dirige las vías de la historia.
Los cristianos nos sabemos más libres que nadie, porque no nos dejamos arrastrar por las tendencias del momento. La Iglesia desea que sus hijos sean ciudadanos católicos responsables y consecuentes, de forma que el cerebro y el corazón de cada uno de nosotros no vayan dispares, cada uno por su lado, sino concordes y firmes, para hacer en todo momento lo que se ve con claridad que hay que hacer, sin dejarse arrastrar —por falta de personalidad y de lealtad a la conciencia— por tendencias o modas pasajeras: para que no seamos ya niños que fluctúan y se dejan llevar de todo viento de doctrina por la falsedad de los hombres, que para engañar, emplean astutamente los artificios del error (Ef 4, 14) [12].
Al principio de estas líneas os mencionaba que la devoción a San Josemaría sigue difundiéndose por el mundo. Hace pocos días —y no son los únicos ejemplos muy recientes—, se descubrió en Reggio Calabria una lápida conmemorativa de los sesenta años del paso de nuestro Padre por esa ciudad; y se dio su nombre a una calle en Fiuggi. Y hoy, 1 de julio, se dedica a San Josemaría una iglesia parroquial en Valencia; ésta es la razón de que haya fechado aquí esta carta, pues me encuentro en esta ciudad invitado por el queridísimo amigo y hermano en el episcopado, Mons. García Gasco, para participar en la ceremonia litúrgica. Uníos a mi acción de gracias y sigamos trabajando, cada uno en su sitio, para que este espíritu de Dios llegue a nuevos ambientes y a nuevas personas.
Me da mucha alegría comunicaros que desde el pasado 26 de junio están ya en Moscú los hermanos vuestros que comienzan la labor estable de la Obra en Rusia. Vamos a acompañarlos de cerca con nuestra oración, en estos primeros momentos y siempre; y preparemos la futura expansión.
Al ver las cartas de todas y de todos, con motivo de mi cumpleaños, me he llenado de vergüenza y de alegría; os lo he agradecido a cada una, a cada uno. Como decía nuestro Padre, preguntádselo a Él, si lo dudáis.

Con todo cariño, os bendicevuestro Padre

+ JavierValencia, 1 de julio de 2007.

[1] Oración para la devoción a San Josemaría.
[2] San Josemaría, Conversaciones, n. 24.
[3] Ibid.
[4] Benedicto XVI, Discurso en la audiencia general, 21-III-2007. La cita de San Justino es de la Apología II, XIII, 4.
[5] Cfr. Mt 13, 33.
[6] Benedicto XVI, Discurso en la audiencia general, 18-IV-2007.
[7] Juan Pablo II, Homilía en el comienzo de pontificado, 22-X-1978.
[8] Benedicto XVI, Discurso en la audiencia general, 21-III-2007.
[9] Ibid.
[10] Tertuliano, Sobre el velo de las vírgenes I, 1.
[11] Benedicto XVI, Discurso en la audiencia general, 21-III-2007.
[12] San Josemaría, Carta 6-V-1945, n. 35.

martes, 26 de junio de 2007

La "teología del borrico"

San Josemaría desarrolló toda una "teología del borrico".

En su profunda humildad, consideraba que a partir del día 2 de octubre de 1928 -fecha de fundación del Opus Dei- "el borrico sarnoso se dio cuenta de la hermosa y pesada carga que el Señor, en su bondad inexplicable, había puesto sobre sus espaldas. Ese día el Señor fundó su Obra" (Apuntes íntimos, n. 306).



Ante la belleza de la vocación recibida, crecía en él la humildad y -en la comparación- "se calificaba a sí mismo de 'burrito sarnoso', de 'trapo sucio', de 'instrumento inepto y sordo', de 'saco de miserias', de 'nada y menos que nada'. Se veía, en la presencia de Dios, como 'fundador sin fundamento', como 'fragilidad, más gracia de Dios', como 'un bobo muy grande'. Era, en suma, 'pobre fuente de miseria y amor', un 'pecador que ama con locura a Jesucristo'" (Vazquez de Prada, El fundador del Opus Dei, vol. I, Madrid, 2002, p. ).



La verdadera humildad no consiste en que nos despreciemos a nosotros mismos, sino en conocernos a nosotros mismos a la luz de Dios. Bajo esa iluminación aparecen nuestra miseria y nuestra grandeza. San Josemaría no encontró una imagen mejor que la del "burrito" para expresar esta realidad: "Puras matemáticas: José María = Borrico sarnoso" (Apuntes íntimos, n. 116).

Esta cariñosa autocalificación era sólo conocida por su confesor. Pertenecía a la esfera de su intimidad. Por esta razón, el suceso que experimentó en diciembre de 1931 le dio mucho que pensar. Así lo relata en sus apuntes íntimos:

"Octava de la Inmaculada Concepción, 1931: En la tarde de ayer, a las tres, cuando me dirigía al colegio de Santa Isabel a confesar las niñas, en Atocha por la acera de San Carlos, esquina casi a la calle de Santa Inés, tres hombres jóvenes, de más de treinta años, se cruzaron conmigo. Al estar cerca de mí, se adelantó uno de ellos gritando: "¡le voy a dar!", y alzaba el brazo, con tal ademán que yo tuve por recibido el golpe. Pero, antes de poner por obra esos propósitos de agresión, uno de los otros dos le dijo con imperio: "No, no le pegues". Y seguidamente, en tono de burla, inclinándose hacia mí, añadió: "¡Burrito, burrito!"
Crucé la esquina de Santa Isabel con paso tranquilo, y estoy seguro de que en nada manifesté al exterior mi trepidación interna. Al oírme llamar, por aquel defensor!, con el nombre —burrito, borrico— que tengo delante de Jesús, me impresioné. Recé en seguida tres avemarías a la Santísima Virgen, que presenció el pequeño suceso, desde su imagen puesta en la casa propiedad de la Congregación de San Felipe".

San Josemaría atribuyó el ataque a una acción diabólica, y la defensa a su Ángel Custodio. Sentirse llamar con ese mismo calificativo con el que el se ponía delante de Dios le reconfortaría y debió suponer un nuevo motivo para ahondar en la "teología del borrico".

En su reciente libro "En las afueras de Jericó", el cardenal Julián Herranz se muestra como un buen discípulo de san Josemaría. Varias anécdotas por él vividas y narradas nos lo confirman.


1. - El 4 de enero de 1961, el Papa Juan XXIII visitó la Congregación en la que trabajaba don Julián. Al entrar en su despacho, se fijó en una figurita de un burro que él tenía sobre la mesa. "- ¿Qué es esto?" -preguntó. "- Un burrito, Santidad. Me lo ha dado el fundador del Opus Dei, monseñor Escrivá, que les tiene gran aprecio. Al ver su cara de sorpresa , le expliqué que el Padre recordaba siempre que, mientras los hombres se negaron a dar posada a la Sagrada Familia, un borrico dio calor al Hijo de Dios en Belén, y que otro más lo llevó en su entrada triunfal por las calles de Jerusalén. Los borricos son animales de carga, le dije: humildes, recios, trabajadores, con las orejas tiesas hacia arriba, como antenas para captar las ondas divinas... Y concluí: - Nuestro Fundador nos anima a imitarlos para que trabajemos siempre con el alma mirando al Cielo, para escuchar bien las mociones de Dios. Juan XXIII tomó la figurilla entre las manos, la miró con cariño, tiró de las orejas hacia arriba, y me dijo, sonriendo: - Yo también quisiera ser un borriquito de Dios".

2. - Ese mismo burrito que tuvo entre sus manos Juan XXIII fue regalado por don Julián al Papa Juan Pablo II en la audiencia privada que éste le concedió el 2 de febrero de 1984.

- ¿Qué es eso?

- Santidad, considérelo un pequeño regalo. En sí no vale nada, pero es algo particularmente valioso y significativo para mí: un borriquillo que me dio el fundador del Opus Dei cuando entré al servicio de la Santa Sede en 1969, en los años de preparación del Concilio. Ahora es ya una reliquia (.../...) Me evoca la teología del borrico, que me hace mucho bien.

- ¿La teología del borrico? ¿Y en qué consiste esa teología? - Me preguntó con extrañeza el Papa.

- La aprendí de monseñor Escrivá hace muchos años. Él amaba mucho la figura del borrico por razones ascéticas: en su gran humildad, él se veía como un borrico sarnoso y, en su deseo de enseñarnos a santificar el trabajo ordinario, nos ponía el ejemplo del borrico de noria. Pero también lo amaba por razones claramente bíblicas: según la tradición, un borrico dio calor al Niño en la noche de Belén, junto a María y a José, cuando los hombres negaron posada a la Virgen que iba a traer al mundo a su Salvador; y fue igualmente un borrico el que llevó a Jesús encima durante su entrada triunfal en Jerusalén. Noté que la mirada del Papa pasaba de la extrañeza al interés, un intenso interés. Continué:

- El fundador del Opus Dei nos enseñaba a sus hijos que el Señor podía haber hecho esa entrada triunfal cabalgando sobre un caballo o, añadía a veces, en una cuadriga romana, pero prefirió hacerlo sobre un borriquito. Incluso cuando envió a dos de sus discípulos a la aldea de Betfagé para que desataran el jumento y se lo trajeran, añadió: y si alguien os pregunta por qué hacéis eso, responded que el Señor tiene necesidad de él. Se cumplía así la profecía de Zacarías y, al mismo tiempo, el Señor ensalzaba la figura mansa y sencilla del borriquillo: un animal de carga, humilde, obediente, duro en el trabajo, austero, que se contenta con poco y, a la vez, de trote decidido y alegre.

Me quedé callado, porque me pareció que ya había hablado mucho. Sin embargo, el Papa me animó: - Siga, siga.

-Santidad, si mira ese borriquillo, verá que tiene unas orejas finas y estiradas hacia arriba. Monseñor Escrivá comentaba que son como antenas levantadas al cielo para captar la voz de su amo, de Dios. Y es que, para ser Opus Dei, el trabajo ha de ser contemplativo: hecho en medio del mundo, pero en presencia de Dios.

Callé de nuevo, porque habíamos superado con creces el tiempo normal de las audiencias y acababa de entrar en el estudio el prelado de antecámara, para indicar discretamente que otras visitas esperaban.

Juan Pablo II se alzó con un gesto como de resignación y, mientras le besaba la mano y le pedía su bendición, añadió: - Tenemos que seguir hablando de esto" (Julián Herranz, En las afueras de Jericó, Rialp, Madrid 2007, pp. 319-20)

3. - Y hubo una ocasión para seguir hablando de ese argumento, aunque sucediera quince años más tarde. Don Julián había estado en Palestina y pensó regalarle al Santo Padre una figurita de un borriquillo que había comprado allí, en Jerusalén. Estaba próximo el Gran Jubileo de 2000.

- "Santo Padre, le traigo este borriquito de Palestina. Está hecho con madera del monte de los Olivos, de la zona concreta donde estaba Betfagé. Se lo traigo para que le lleve pronto a Jerusalén. Allí esperan al Vicario de Cristo, como hace dos mil años le esperaron a Él.

Juan Pablo II me escuchó sonriendo: noté claramente la sonrisa, a pesar de la rigidez facial que le producía su enfermedad de Parkinson. Y, a la vez que en su mirada se encendía la esperanza de poder cumplir ese vivísimo deseo durante el Gran Jubileo del año 2000 exclamó:

- ¡Qué bella idea"

(Julián Herranz, op. cit., p. 353)

Las anécdotas son suficientemente expresivas y condensan lo que se podría calificar de "teología del borrico".

miércoles, 20 de junio de 2007

Una homilia sobre san Juan Bautista

Para prepararos para la fiesta del próximo domingo, puede servirnos esta buena homilía que os transcribo a continuación: su autor es don Pedro Crespo: www.iglesiaendaimiel.com/default.htm


Natividad de San Juan Bautista (Domingo XII)
24 de Junio de 2.007
“En viento y en nada he gastado mis fuerzas”.

Celebramos en este domingo XII del tiempo ordinario la fiesta de la Natividad de san Juan Bautista, el Precursor del Señor. Creo que es una fiesta que nos invita a ser profetas de Dios, que dejan que Dios actúe en ellos.

Me llama mucho la atención, a estas alturas de finalización del curso pastoral, la expresión de la experiencia del profeta Isaías: “...en viento y en nada he gastado mis fuerzas”; expresión cabal para decir la sensación de fracaso, de no haber conseguido nada después de haber invertido muchas energías. No es raro que haya muchos cristianos que tengan esta experiencia: “No ha servido de nada después de todo lo que hemos hecho...”. Sin analizar las distintas causas que puede haber debajo de un fracaso pastoral: falta de respuesta de la gente, vivencia sociológica de la religión, adormecimiento de los cristianos de siempre... quiero señalar una cuestión que considero importante que reflejan las lecturas: el fracaso puede venir por no haber dejando actuar a Dios; hemos hecho mucho, pero no hemos dejado a Dios hacer nada; hemos gastado todas las fuerzas, pero no hemos invertido gracia. Al finalizar el curso nos podemos preguntar ¿qué hemos hecho este año?, ¿qué hemos impedido hacer a Dios?, ¿qué hemos dejado hacer a Dios?.

La fiesta de hoy: la Natividad de San Juan Bautista está en el solsticio de verano en perfecto paralelo con la Natividad de Jesucristo (en el solsticio de invierno); dos nacimientos que dejan claro que son obra de Dios. Son dos irrupciones de Dios, de su gracia, en la historia de los hombres.

Dios continúa llamando también hoy como refleja la primera lectura: “Estaba yo en el vientre y el Señor me llamó; en las entrañas maternas y pronunció mi nombre” y como dice el salmo responsorial que es precioso: “Tú has creado mis entrañas, me has tejido en el seno materno. Te doy gracias porque me has escogido portentosamente...”.

Dios continúa llamando, como lo hizo con Juan Bautista, para que siga habiendo profetas en el mundo. La misión queda expresada por el hecho de que, según narra la segunda lectura, Juan predicaba un bautismo de conversión. Por eso es muy importante la denuncia que tiene que hacer el profeta del mal que hay en el mundo y en las personas en concreto. “Hizo de mi boca una espada afilada... me hizo flecha bruñida...”.

Por el sacramento del Bautismo todos participamos de la misión profética de Cristo (también de la sacerdotal y real); es decir, todos estamos llamados a anunciar y denunciar en nombre de Dios. ¡Qué importante es vivir y comprender los valores de Dios para tener claridad de ideas a la hora de detectar dónde nacen los males de la sociedad y del corazón humano! ¡Qué importante ser valientes para denunciar en nombre de Dios todos esos males! ¡Qué necesitado está el mundo de profetas! En nuestra sociedad crece la indiferencia, la indiferencia religiosa y social. Pasamos por la vida como si no viésemos determinadas situaciones.

Hace falta mucho convencimiento de que Cristo tiene razón para ser profetas. Hace falta mucha coherencia para denunciar sin tapujos tantas injusticias. Hace falta mucha valentía y arrojo para señalar el mal. Hace falta mucho amor para cambiar lo negativo. “¿En dónde están los profetas?”, decía una canción. ¿Dónde hemos escondido esta dimensión de nuestra fe?. Vivimos una relación con Dios privada e intimista, desencarnada de los aspectos sociales. Hay que sacar la fe a la calle, hay que decir que somos cristianos con nuestras opciones, con nuestras obras, con nuestras denuncias...

¿Será que no somos valientes por la conciencia de nuestras propias incoherencias? ¿Nos da miedo que nos digan nuestros propios fallos al denunciar los de los demás? Claro que para ser profetas hay que esforzarse por ser coherentes, de ahí nace cierta seguridad. Pero, ¿no será mas bien que no hay quien se deje guiar por Dios, como Jesús, como Juan Bautista?. Es mucho más grave este problema. Incoherencias tenemos todos y todos luchamos porque sean las menos posibles. Pero la ausencia de profetas en nuestra Iglesia ¿no se deberá más bien a que no nos dejamos seducir por Dios, arrastrar por él, guiar por él?. Él nos sigue llamado, pero no le podemos responder con nuestras propias fuerzas, con nuestras propias coherencias, nos hace falta su gracia, nos hace falta dejarnos empapar bien de su presencia, de sus valores...

Tremendo drama de nuestro cristianismo el que intento expresar: trabajamos en las cosas de Dios sin dejar que Dios trabaje en las nuestras. Tremendo drama el del profeta Isaías: “En viento y en nada he gastado mis fuerzas”. Es necesario plantearse que quizá no estemos haciendo las cosas según Dios. Experiencia imprescindible para crecer en la fe: “En realidad mi derecho lo llevaba el Señor, mi salario lo tenía mi Dios”. Es necesario darse cuenta que todo está en manos de Dios.

¡Qué descanso descubrir que todo está en manos de Dios, nosotros también!

jueves, 14 de junio de 2007

Ironman: el amor de un padre

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Este video es la historia de un padre australiano cuya mayor ilusión era competir el Ironman de Australia al lado de su hijo, que había nacido con parálisis cerebral. Este padre nunca vio la situación de su hijo como un obstáculo y entrenó muy fuerte junto con su hijo durante varios años hasta que llego la hora. Teniendo ya aproximadamente 60 años se inscribió con su hijo al Ironman. Esta es una prueba para gente especialmente preparada; gente con mentalidad ganadora y con fuertes convicciones. Terminar el Ironman es algo en realidad sorprendente. La prueba está compuesta por tres partes comenzando casi siempre al amanecer:
1.- Nadar en el mar o en un lago un tramo de 4 Km (con el frío de la mañana).
2.- Salir de nadar y tomar la bicicleta de ruta y recorrer un trayecto de 180 Km ininterrumpidos, con subidas y bajadas muy pesadas.
3.- Terminando la ruta de bicicleta, se finaliza la prueba con un maratón de 42,5 Km, agotador tanto física como mentalmente.
Los campeones del mundo lo hacen en 8 horas 15 minutos aproximadamente. Un no campeón suele terminar su primer Ironman en un tiempo de 12 horas. El australiano de la historia lo terminó en casi 17 horas, con las autopistas, circuitos, etc. cerrados todavía para el transito habitual, pues en este caso, al ver la prueba y quien la estaba ejecutando, los dejaron cerrados hasta que terminara por completo, ¡y se hizo de noche! Lo más bonito y sorprendente de esta persona y las que hacen este tipo de eventos, es que son personas más fuertes mentalmente que físicamente: ¡y logró terminarlo con su hijo! Es realmente extraordinario lo que hizo.



En la víspera de la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús

La profecía de Ezequiel

Ezequiel 36:
24 Y yo os tomaré de las naciones, y os recogeré de todas las tierras, y os traeré a vuestro país.
25 Esparciré sobre vosotros agua limpia, y seréis limpiados de todas vuestras inmundicias; y de todos vuestros ídolos os limpiaré.
26 Os daré corazón nuevo, y pondré espíritu nuevo dentro de vosotros; y quitaré de vuestra carne el corazón de piedra, y os daré un corazón de carne.
27 Y pondré dentro de vosotros mi Espíritu, y haré que andéis en mis estatutos, y guardéis mis preceptos, y los pongáis por obra.

Esta profecía se cumplió el día en que murió Jesucristo. Así lo explicaba Benedicto XVI el pasado Viernes Santo
“Esta es la profunda intención de la oración del Via Crucis: abrir nuestros corazones y ayudarnos a ver con el corazón”; agregó al Santo Padre, al explicar que “los padres de la Iglesia consideraban como el más grande pecado del mundo pagano la insensibilidad y la dureza de corazón. Por ello amaban al Profeta Ezequiel, que decía: ‘Os arrancaré el corazón de piedra y os daré un corazón de carne’”.

Benedicto XVI añadió que “Convertirse a Cristo quería decir recibir un corazón de carne, sensible a la pasión y el sufrimiento de los otros. Nuestro Dios no es un Dios lejano, intocable en su beatitud, sino que tiene un corazón”.

“Más aún, tiene un corazón de carne, se ha hecho carne precisamente para poder sufrir con nosotros y estar con nosotros en nuestros sufrimientos”, agregó.

“Se ha hecho hombre para darnos un corazón de carne y despertar en nosotros el amor por los sufrientes y necesitados. Oremos por todos los sufrientes del mundo, para que Dios nos de realmente un corazón de carne, nos haga mensajeros no sólo con las palabras sino con toda nuestra vida”, concluyó el Santo Padre.

De su corazón traspasado brotó sangre y agua
Jesús confió a santa María Faustina el significado de los dos rayos de luz, roja y blanca, que manaban de su costado y que quedaron reflejados en la imagen que mandó pintar:
Los dos rayos significan la Sangre y el Agua. El rayo pálido simboliza el Agua que justifica a las almas. El rayo rojo simboliza la Sangre que es la vida de las almas... Ambos rayos brotaron de las entrañas más profundas de Mi misericordia cuando Mi Corazón agonizante fue abierto en la cruz por la lanza. Estos rayos protegen a las almas de la indignación de Mi Padre. Bienaventurado quien viva a la sombra de ellos, porque no le alcanzará la justa mano de Dios" (Diario,299)
Vivir a la sombra de esos rayos significa tanto como frecuentar los sacramentos, en especial los de la Reconciliación y de la Eucaristía.
Un mandato y una promesa para los sacerdotes:
proclamar la misericordia de Dios
Diles a Mis sacerdotes que los pecadores más empedernidos se ablandarán bajo sus palabras cuando ellos hablen de Mi misericordia insondable, de la compasión que tengo por ellos en Mi Corazón" (Diario,1521)
Rom 6, 3-4: ¿O no sabéis que todos los que hemos sido bautizados en Cristo Jesús, hemos sido bautizados en su muerte? Porque somos sepultados juntamente con él para muerte por el bautismo, a fin de que como Cristo resucitó de los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en vida nueva.


lunes, 11 de junio de 2007

Carta del Prelado (Junio 2007)

En los días pasados, continuando con los viajes pastorales en algunos fines de semana, he podido ir a Estocolmo. También en aquellos «pueblos fríos del norte de Europa» (Camino, n. 315) —así se expresaba San Josemaría hace muchos años— va difundiéndose el espíritu de la Obra. No dudo de que se expresaba con esos términos sólo porque se llegaba a esas latitudes con el ignem veni mittere in terram (Lc 12, 49) que había aprendido de Jesucristo. He dado muchas gracias a Dios, porque nos ayuda a comprobar el cumplimiento de los sueños de nuestro Padre. Y a participar activamente además en su realización, mediante la oración, la mortificación optimista y generosa, y el cumplimiento de los deberes propios de cada uno. Procedamos siempre así, bien unidos a todos los cristianos y entre nosotros, colaborando en la expansión de la Iglesia por todo el mundo.

La raíz de la eficacia sobrenatural, lo sabemos bien, se robustece con una intensa y profunda vida interior, fruto de la acción del Espíritu Santo en las almas. Por eso, ¡qué importante es que acudamos cada día con más intimidad a la Tercera Persona de la Santísima Trinidad!

Hacemos nuestra la tradición del rezo en la Iglesia del Trisagio Angélico, con el buen deseo de unirnos a la alabanza y a la acción de gracias que la humanidad entera tiene el deber de dirigir a nuestro Dios, tres veces Santo, que nos ha creado y redimido, y que está empeñado en llevar a término la tarea de nuestra santificación. Esforcémonos en aprovechar con mucha intensidad estos días; empeñémonos con todas nuestras fuerzas en convertir las veinticuatro horas de la jornada en un canto de gloria a la Trinidad Beatísima. Repitamos a menudo, con la boca o con el corazón, las palabras de la liturgia: Sanctus, Sanctus, Sanctus Dominus Deus Sabaoth. Pleni sunt caeli et terra gloria tua! (Misal Romano, Ordinario de la Misa); Santo, Santo, Santo es el Señor, Dios del universo. Llenos están el cielo y la tierra de tu gloria.

La meditación del misterio de la Santísima Trinidad debería ser alimento habitual de las almas cristianas. San Agustín afirma que «éste es nuestro gozo cumplido y no hay otro mayor: gozar de la Trinidad de Dios, a cuya imagen hemos sido hechos» (Sobre la Trinidad, I, 18). Como expone gráficamente la Sagrada Escritura, los que procuran conducirse en sus pensamientos y acciones según Dios, son como un árbol plantado al borde de las aguas, que da fruto a su tiempo, y no se marchitan sus hojas (Sal 1, 3). Con una referencia clara y constante al Dios Uno y Trino, fin último de nuestra vida, todo lo que cumplamos en la tierra —por poco importante que aparezca a los ojos humanos— adquiere un gran valor. Al Señor le interesa todo lo nuestro, nos sigue con la infinita delicadeza de su Amor y de su Misericordia.

San Josemaría, especialmente durante los últimos años de su vida terrena, aludía con mucha frecuencia a este punto de la fe cristiana. «Si estamos en gracia —decía, por ejemplo, en 1972—, el Espíritu Santo está en medio de nuestra alma, dando carácter sobrenatural a todas nuestras acciones. Y, con el Espíritu Santo, están el Padre y el Hijo: la Trinidad Beatísima, que es un solo Dios. Somos templo de la Trinidad, y podemos hablar con Dios sencillamente, sin hacer ninguna rareza, poniéndonos sobre nosotros mismos, pisándonos a nosotros mismos, como se pisa la uva en el lagar, porque no somos nada. Nos metemos allí, en el fondo de nuestra alma, para contarle lo que nos pasa: pidiendo, adorando, desagraviando, amando» (Apuntes de la predicación oral, 12-X-1972).

Acudamos con íntima y fuerte devoción a la Santísima Trinidad en los próximos días. Esta disposición nos ayudará también a prepararnos para saborear con fruto sabroso las otras grandes solemnidades litúrgicas de este mes: la del Corpus Christi y la del Sagrado Corazón de Jesús. Crecer en piedad eucarística significa ahondar en el misterio de la Santísima Trinidad, pues —como recuerda el Papa en su reciente exhortación apostólica sobre la Sagrada Eucaristía— «la primera realidad de la fe eucarística es el misterio mismo de Dios, el amor trinitario (...). En la Eucaristía, Jesús no da "algo", sino a sí mismo; ofrece su cuerpo y derrama su sangre. Entrega así toda su vida, manifestando la fuente originaria de este amor divino» (Benedicto XVI, Exhort. ap. Sacramentum caritatis, 22-II-2007, n. 7).

¡Cómo se pasmaba San Josemaría, diariamente, al contemplar la presencia y la acción de Dios Trino en los textos de la Misa! Nos lo escribió en una de sus homilías, y nos señaló que «esta corriente trinitaria de amor por los hombres se perpetúa de manera sublime en la Eucaristía (...). La Trinidad entera actúa en el santo sacrificio del altar» (Es Cristo que pasa, n. 85). Amaba detenerse, de modo especial, en la actuación del Gran Desconocido, anhelando que dejara de serlo para los cristianos. Animaba a todos a dirigirse más y con mayor continuidad a cada Persona divina, distinguiéndolas sin separarlas, porque «toda la Trinidad está presente en el sacrificio del Altar. Por voluntad del Padre, cooperando el Espíritu Santo, el Hijo se ofrece en oblación redentora. Aprendamos a tratar a la Trinidad Beatísima, Dios Uno y Trino: tres Personas divinas en la unidad de su substancia, de su amor, de su acción eficazmente santificadora» (Ibid., n. 86).

Benedicto XVI nos insiste en que «es necesario despertar en nosotros la conciencia del papel decisivo que desempeña el Espíritu Santo (...) en la profundización de los divinos misterios» (Exhort. ap. Sacramentum caritatis, 22-II-2007, n. 12). Y puntualiza el Santo Padre: «Es muy necesario para la vida espiritual de los fieles que tomen conciencia más claramente de la riqueza de la anáfora: junto con las palabras pronunciadas por Cristo en la última Cena, contiene la epíclesis, como invocación al Padre para que haga descender el don del Espíritu a fin de que el pan y el vino se conviertan en el cuerpo y la sangre de Jesucristo, y para que "toda la comunidad sea cada vez más cuerpo de Cristo". El Espíritu, que invoca el celebrante sobre los dones del pan y del vino puestos sobre el altar, es el mismo que reúne a los fieles "en un solo cuerpo", haciendo de ellos una ofrenda espiritual agradable al Padre» (Ibid., n. 13).

¿Cómo podemos apropiarnos de esa Vida divina que desciende del cielo a la tierra en la Santa Misa, y que se nos entrega a cada uno en la Comunión sacramental? Preparándonos lo mejor posible para recibir al Señor y cuidando con esmero la acción de gracias después de la Misa. Pensad que, en esos pocos minutos en los que Jesucristo se encuentra sacramentalmente presente dentro de nosotros, se realiza la unión más íntima que cabe imaginar entre el Creador y la criatura. Y esa unión se prolonga luego durante la jornada, gracias a la acción del Espíritu Santo. ¿Son tus genuflexiones un acto de rendida adoración? ¿Salen de tu alma actos de fe, de esperanza, de caridad? Pidamos como Dimas, el buen ladrón, que Jesús se acuerde de nosotros y que nosotros le tengamos muy presente. La Eucaristía es manifestación de la infinita misericordia de Dios; no sólo no nos rechaza, sino que, al entregársenos como alimento, nos identifica con Él: deseemos que sea éste nuestro vivir.«Cuando hayáis comulgado, y el corazón se os vaya a dar gracias a Dios —enseñaba San Josemaría—, considerad que habéis recibido la Humanidad Santísima de Jesucristo —su Cuerpo, su Sangre, su Alma— y su Divinidad; y, con Jesucristo, toda la Trinidad, porque el Padre, y el Hijo, y el Espíritu Santo son inseparables. Pensad que, al destruirse las especies sacramentales, desaparece la presencia real, pero queda en nuestras almas y en nuestros cuerpos —que son su templo (cfr. 1 Cor 3, 16)— Dios Espíritu Santo.»

Ya veis: no sólo pasa Dios, sino que permanece en nosotros. Por decirlo de alguna manera, está en el centro de nuestra alma en gracia, dando sentido sobrenatural a nuestras acciones, mientras no nos opongamos y lo echemos de allí por el pecado. Dios está escondido en vosotros y en mí, en cada uno» (Apuntes de la predicación oral, 8-XII-1971).

Estos consejos de nuestro Padre nos ayudarán a prepararnos para su fiesta, el próximo día 26. Pedid su intercesión para que cada una, cada uno, demos un decidido paso adelante en nuestra vida espiritual, que se resume en conocer, tratar y amar a la Trinidad en la tierra, para gozar luego de Dios por toda la eternidad.En otro orden de cosas, como sabéis, el 14 de este mes cumpliré, si Dios quiere, setenta y cinco años. El mejor regalo que podéis ofrecerme es una oración más intensa. Pedid al Señor que me perdone por las veces que no le he dado el amor que Él esperaba, que siga enviándome su gracia, que trate con mayor intimidad a Dios Padre, a Dios Hijo, a Dios Espíritu Santo, y a Santa María, Madre nuestra.Grande ha sido mi alegría la semana pasada, en la ordenación presbiteral de treinta y ocho diáconos de la Prelatura. Ahora hemos de apoyarles aún más, para que sean santos sacerdotes de Jesucristo. He tenido muy presentes a los tres primeros sacerdotes, y les he rogado que, como respondieron ellos, así queramos —todas y todos— dar mayor consistencia al contenido de nuestra alma sacerdotal; es decir, mayor trato con el Maestro, más afán de almas y una perseverancia que nada haga desfallecer (cfr. Camino, n. 934).

Seguid rezando por mis intenciones; por la Iglesia y por el Romano Pontífice, por la santidad de los sacerdotes y de todos los fieles, por la extensión de la Iglesia en el mundo entero.Con todo cariño, os bendicevuestro Padre+ JavierRoma, 1 de junio de 2007.

La devoción al Sagrado Corazón de Jesús


El fundamento de la devoción al Sagrado Corazón de Jesús es tan antiguo es tan antiguo como el mismo cristianismo (Benedicto XVI, Carta con motivo del 50 aniversario de la enc. Haurietis aquas). Todo discípulo de Cristo que contempla «al que traspasaron» (Juan 19, 37; Cf. Zacarías 12, 10), es decir, a Jesús crucificado y medita en la lanzada con la que atravesaron su costado del que «salió sangre y agua» no puede sino amar ese Corazón.
Ciertamente, esta devoción ha ido en aumento en el transcurso de los siglos. Podría decirse que esta difusión ha corrido paralela al desarrollo de las ideologías iluministas de signo ateo y laicista. En el siglo XVII, san Juan Eudes y santa Margarita de Alacoque promovieron enormemente esta devoción y, con su impulso, llegaron a fundarse centenares de asociaciones y congregaciones cuya espiritualidad giraba en torno a ella. Santa Margarita (1675) escuchó las promesas de Jesús acerca de los beneficios que recibirían quiénes oyeran la santa Misa durante los 9 primeros viernes de mes.
Desde entonces son muchos los santos que han secundado esa espiritualidad. En España la Providencia movió los corazones de algunos santos para que difundieran esta devoción a principios del siglo XX y para que se consagrara España al Sagrado Corazón. El Rey Alfonso XII apoyó finalmente esta iniciativa y realizó esta consagración ante el monumento del Cerro de los Ángeles, el 30 de mayo de 1919. Santa Maravillas, monja carmelita descalza recibió la misión de fundar un convento en el Cerro de los Ángeles, con el fin de venerar y cuidar del monumento del Sagrado Corazón, que estaba amenazando ruina. En el verano de 1936, milicianos republicanos fusilaron la imagen de Jesús y dinamitaron el monumento reduciéndolo a ruinas.
Aproximadamente por aquellas fechas, la Virgen María promovía idéntico devoción en Fátima y una joven polaca recibía también la misión de difundir en el mundo esta devoción y de proclamar la divina misericordia. Una noche en la que María Faustina rezaba en su celda, se le apareció Jesús vestido de blanco. Mientras le bendecía con una de sus manos con la otra tocaba su vestido a la altura del corazón, del que surgían dos grandes rayos, uno rojo y otro de color pálido blanco. Jesús le dijo: "Pinta una imagen según lo que ves con la firma: Jesús, en ti confío. Deseo que esta imagen se venere primero en tu capilla, y luego en todo el mundo. Y prometo que las almas que venerarán esta imagen no perecerán, y la victoria caerá sobre sus enemigos aquí en la tierra, especialmente en la hora de su muerte. Yo los defenderé como Mi propia gloria".

Después del Concilio Vaticano II, la devoción al Sagrado Corazón entró en crisis, como muchas otras devociones populares. Sin embargo, los Papas no han dejado de ensalzar ese culto. El Papa Juan Pablo II canonizó a santa María Faustina y también instituyó el segundo domingo de Pascua como Domingo de la Divina Misericordia, secundando un deseo expreso de Jesús comunicado a la santa.
Y el Papa Benedicto XVI, el 15 de mayo de 2006, explicó que esta devoción no puede desaparecer nunca porque coincide con la esencia del cristianismo:
«En la encíclica «Deus caritas est» he citado la afirmación de la primera carta de san Juan: “Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él” para subrayar que en el origen de la vida cristiana está el encuentro con una Persona (Cf. n. 1). Dado que Dios se ha manifestado de la manera más profunda a través de la encarnación de su Hijo, haciéndose “visible” en Él, en la relación con Cristo podemos reconocer quién es verdaderamente Dios (Cf. encíclica Haurietis aquas, 29-41; encíclica «Deus caritas est, 12-15). Es más, dado que el amor de Dios ha encontrado su expresión más profunda en la entrega que Cristo hizo de su vida por nosotros en la Cruz, al contemplar su sufrimiento y muerte podemos reconocer de manera cada vez más clara el amor sin límites de Dios por nosotros: “tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Juan 3, 16).«Por otro lado, este misterio del amor de Dios por nosotros no constituye sólo el contenido del culto y de la devoción al Corazón de Jesús: es, al mismo tiempo, el contenido de toda verdadera espiritualidad y devoción cristiana. Por tanto, es importante subrayar que el fundamento de esta devoción es tan antiguo como el mismo cristianismo. De hecho sólo se puede ser cristiano dirigiendo la mirada a la Cruz de nuestro Redentor, “a quien traspasaron” (Juan 19, 37; Cf. Zacarías 12, 10). La encíclica Haurietis aquas recuerda que la herida del costado y las de los clavos han sido para innumerables almas los signos de un amor que ha transformado cada vez más incisivamente su vida (Cf. número 52). Reconocer el amor de Dios en el Crucificado se ha convertido para ellas en una experiencia interior que les ha llevado a confesar, junto a Tomás: “¡Señor mío y Dios mío!” (Juan 20, 28), permitiéndoles alcanzar una fe más profunda en la acogida sin reservas del amor de Dios (Cf. encíclica «Haurietis aquas», 49).» (Benedicto XVI, carta citada).

El fin de semana pasado se celebró en Barcelona un Congreso internacional sobre el Sagrado Corazón de Jesús, bajo el título Cor Iesu, fons vitae y en el Centro de Espiritualidad de Valladolid durante esta semana está teniendo lugar otro congreso titulado “Dios tiene corazón. Dios es amor”.

lunes, 4 de junio de 2007

Alegoría para remontar el vuelo

Os transcribo la dirección de un blog en el que podréis encontrar algunas alegorías que os permitan remontar el vuelo o, por lo menos, alzar la vista hacia las alturas.

rsanzcarrera.wordpress.com/tag/alegorias/

Un saludo

jueves, 10 de mayo de 2007

Carta del Prelado (Mayo 2007)

Carta de Mons. Javier Echevarría a los fieles del Opus Dei. En estas letras, el Prelado invita a tratar con más intensidad a la Virgen María en el mes de mayo, y a defender y cuidar la familia.04 de mayo de 2007

Queridísimos: ¡que Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!A lo largo del Tiempo pascual, las lecturas de la Misa nos presentan escenas tomadas de los Hechos de los Apóstoles. Causa una inmensa alegría comprobar que desde el principio, desde el día de Pentecostés, los primeros fieles tenían la clara conciencia de constituir la nueva familia de Dios en la tierra, fundada en el sacrificio pascual de Cristo y en la efusión del Espíritu Santo. Llenémonos de gozo y de responsabilidad, pues la Iglesia, siempre joven, somos nosotros, cada uno.San Lucas testimonia que aquellos primeros hermanos nuestros en la fe perseveraban asiduamente en la doctrina de los Apóstoles y en la comunión, en la fracción del pan y en las oraciones (Hch 2, 42). Y añade que la multitud de los creyentes tenía un solo corazón y una sola alma (Hch 4, 32).
Una consecuencia inmediata de ese saberse y sentirse familia de Dios era la audacia apostólica, la valentía para hablar de Jesús a las personas con las que se encontraban, sin detenerse ante el miedo o los respetos humanos. Proclamaban la palabra de Dios con libertad, anota el evangelista; que subraya: con gran poder, los Apóstoles daban testimonio de la resurrección del Señor Jesús; y en todos ellos había abundancia de gracia (Hch 4, 31.33).
Detrás de este cuadro estupendo, en el que destacan el lógico entusiasmo por Jesús resucitado y el afán apostólico de los primeros cristianos, se adivina —como os decía— la convicción de saberse familia de Dios en la tierra: esa familia, unida por lazos mucho más fuertes que los de la sangre, que el Señor había anunciado en su predicación: éstos son mi madre y mis hermanos. Porque todo el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre (Mt 12, 49-50). Esta afirmación de Jesús se aplica en primer lugar a la Virgen Santísima, porque gracias a su plena adhesión a lo que el Arcángel le había anunciado de parte de Dios, se llevó a cabo el gran misterio de la Encarnación del Verbo. De Ella aprendieron los primeros cristianos a comportarse como hijos de Dios, como hermanos de Jesucristo.Algunos Padres de la Iglesia resaltan el papel insustituible de María como Madre en la Iglesia primitiva, tras la Ascensión de Jesucristo al Cielo y la venida del Paráclito. Por ejemplo, en un libro atribuido a San Máximo el Confesor, se refiere que «cuando los Apóstoles se dispersaron por el mundo entero, la santa Madre de Cristo, como Reina de todos, habitaba en el centro del mundo, en Jerusalén, en Sión, con el Apóstol predilecto que Jesucristo el Señor le había dado como hijo» (Vida de María atribuida a San Máximo el Confesor, n. 95: "Testi mariani del primo millennio", vol. II, p. 259).
Estas consideraciones resultan muy oportunas en el mes de mayo, especialmente dedicado —en gran parte del mundo— a la Virgen Santísima. Cumpliendo la misión que le había confiado su Hijo en la Cruz, Nuestra Señora se comporta en todo momento como Madre de los cristianos, como Madre de la Iglesia. Os invito a considerar el gozo de San Josemaría, cuando —al comienzo de este mes— comprobaba que «la devoción a la Virgen está siempre viva, despertando en las almas cristianas el impulso sobrenatural para obrar como domestici Dei (Ef 2, 19), como miembros de la familia de Dios» (San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 139).Pienso que no es atrevido llegar a la conclusión de que San Josemaría ha sido un innovador o, si queréis, un santo que ha sacado inmensas riquezas y luces de la Sagrada Escritura. Solía repetir que el cristiano —y, concretamente, el hombre, la mujer del Opus Dei— hace, de la calle, templo, porque convierte las ocupaciones en culto y alabanza a la Trinidad. Y yo veo en esas palabras de la homilía que acabo de citar algo muy característico, que muchas personas han comentado: por su trato, por su conversación, San Josemaría convertía en otra Betania los lugares más dispares en los que se movía. Entre los enfermos, entre los menestrales, entre los universitarios, entre los intelectuales, etc. —y podría citaros muchos casos— creaba ambiente de familia, con el que todos aprendían a recibir a Cristo, como lo hacían Marta, María y Lázaro. Resulta muy lógico que cada uno, en la medida de sus particulares necesidades, procure concretar ya desde ahora cómo va a tratar personalmente a la Virgen en estas semanas, con el afán de ver hermanos en los demás, a todas horas. Quizá podemos poner más atención y más cariño en el rezo diario del Rosario y en la contemplación de los misterios; o acudir en peregrinación —acompañado quizá de otra persona— a alguno de los santuarios o ermitas dedicados a la Virgen, en la ciudad donde habitamos o en sus cercanías.En el Opus Dei vivimos durante este mes la costumbre de la Romería de mayo, que nuestro Fundador comenzó en el año 1935. Pongamos ya sus frutos espirituales en manos de nuestra Madre. Porque, como precisa San Josemaría, «María edifica continuamente la Iglesia, la aúna, la mantiene compacta. Es difícil tener una auténtica devoción a la Virgen, y no sentirse más vinculados a los demás miembros del Cuerpo Místico, más unidos también a su cabeza visible, el Papa» (Ibid).Considerar a la Iglesia como familia de Dios, trae a mi mente también la necesidad de difundir la verdad sobre la familia, fundada sobre el matrimonio de uno con una y para siempre, que —como afirmaba el Papa en Valencia, hace poco menos de un año— «es el ámbito privilegiado donde cada persona aprende a dar y a recibir amor» (Benedicto XVI, Discurso en el Encuentro Mundial de las Familias, 8-VII-2006).
Nunca realizaremos suficientes esfuerzos para promover la doctrina cristiana sobre este punto, cuando en muchos países se minan —mediante leyes y costumbres injustas— los fundamentos naturales de la institución familiar. Pocas semanas atrás, tuve la alegría de reunirme —en Roma— con un numeroso grupo de matrimonios, que asistían a un Congreso Internacional de la Familia. Siguiendo las enseñanzas del Magisterio de la Iglesia, les animé a seguir fortaleciendo —con su palabra y con su vida— las raíces de esa institución, que es «un bien necesario para los pueblos, un fundamento indispensable para la sociedad y un gran tesoro de los esposos durante toda su vida» (Ibid).Si la familia es llamada, con razón, Iglesia doméstica, lo es «porque manifiesta y realiza la naturaleza comunitaria y familiar de la Iglesia en cuanto familia de Dios. Cada miembro, según su propio papel, ejerce el sacerdocio bautismal, contribuyendo a hacer de la familia una comunidad de gracia y de oración, escuela de virtudes humanas y cristianas, y lugar del primer anuncio de la fe a los hijos» (Catecismo de la Iglesia Católica, Compendio, n. 350).Característica esencial de esta institución, en cuanto comunidad fundada y edificada sobre el amor —donación desinteresada a los demás—, es que sus miembros han de saber gastarse diariamente con efectiva y afectuosa preocupación de los unos por los otros. Allí no cabe que alguno razone como si los demás no existieran; cada una, cada uno, ha de preocuparse de las necesidades de los demás: rezar los unos por los otros, ayudarse, sufrir y alegrarse con sus penas y con sus gozos. De este modo, todos contribuirán a sacar adelante el dulcísimo precepto, que lleva consigo la fraternidad cristiana, con una siembra de paz y de alegría que necesariamente acaba influyendo en la sociedad.El deber de hacer familia en cada hogar es algo gratísimo, que incumbe a todos: al padre y a la madre, a los hermanos, a los abuelos, a las personas que colaboran con su trabajo en el cuidado del hogar. Es una tarea que a todos afecta, porque todos hemos de luchar contra el "señoritismo", manifestación clara del apego al propio yo. Lógicamente, es labor prioritaria de los padres, que han de orientar todo su proyecto de vida, por encima de otros fines nobles, a la realización —lo más acabada posible— del modelo de la Sagrada Familia de Jesús, María y José. Aunque no puedan evitarse completamente algunas desavenencias entre los cónyuges, los esposos cristianos han de esmerarse en superarlas prontamente, pidiendo perdón y perdonando.San Josemaría comprendía y disculpaba esas debilidades, porque, «como somos criaturas humanas, alguna vez se puede reñir; pero poco.
Y después —añadía—, los dos han de reconocer que tienen la culpa y decirse uno a otro: ¡perdóname!, y darse un buen abrazo... ¡Y adelante! Pero que se note que ya no volvéis a tener litigios durante mucho tiempo. Y delante de los hijos, pequeños o mayores, no riñáis nunca. Aunque sean muy chicos, los niños se fijan en todo» (San Josemaría, Apuntes tomados en una tertulia, 4-VI-1974).Este panorama estupendo, hijas e hijos míos que vivís vuestra vocación divina en el matrimonio, se manifiesta también en sacrificios generalmente pequeños, aunque a veces se os antojen grandes. La responsabilidad de sacar adelante vuestro hogar compete —al cien por cien— al padre y a la madre, en todos los órdenes. Quizá uno de los cónyuges, por exigencias del trabajo, pasará gran parte del tiempo fuera del hogar; pero al volver a casa, después de la jornada de trabajo —incluso agotadora—, no puede desentenderse de hacer grata la convivencia a los demás miembros de la familia; como no puede dedicarse a pensar con egoísmo en el propio descanso. Debéis dedicar al otro cónyuge el cariño y las atenciones a que tiene derecho, y a los hijos —sobre todo en algunas épocas más importantes de su desarrollo físico y afectivo— el tiempo y el cariño que necesitan.Examinad, pues, hijas e hijos míos casados, vuestro comportamiento en el hogar. Pensad en cómo mejorar vuestra colaboración en los trabajos de la casa —que competen también a los hombres—; en cómo habláis con calma de cada uno de vuestros hijos, para orientarles de común acuerdo; en cómo estáis dispuestos a recortar —cuando haga falta— vuestra actividad fuera del hogar, para atender más a vuestra familia, que es ¡siempre! el mejor negocio, como aseguraba San Josemaría. Especialmente, cuando los hijos cuentan con pocos años, facilitad al otro cónyuge el cumplimiento de sus deberes cristianos, como la asistencia a la Santa Misa o a los medios de formación cristiana. Buscad los modos oportunos, ciertos de que ese esfuerzo y ese sacrificio redunda en bien de la familia entera.
En los párrafos precedentes me he dirigido más específicamente a las personas casadas, pero deseo recalcar que esos deberes y la sustancia de esos consejos se pueden aplicar a todos, pues todos somos responsables —cada una y cada uno en sus circunstancias personales— de crear y mantener a nuestro alrededor un verdadero aire y ambiente de familia. ¿Qué haces tú por los otros, excediéndote? ¿Qué interés pones en dar paz y alegría a los demás? ¿Cómo demuestras tu disponibilidad para lo que sea? En la oficina, en el taller, en el despacho, en los tiempos de descanso, ¿cómo cultivas la fraternidad, el ambiente de hogar?Por otro lado, al escribir estas líneas, pienso de modo muy particular en el trabajo de mis hijas que se ocupan de la Administración de nuestros Centros. Precisamente porque desempeñáis, de modo muy semejante, la tarea de la Virgen en el hogar de Nazaret, ¡cuánto podéis influir, hijas mías, en la buena marcha de cada persona, de cada Centro, de cada labor, de la Obra entera, de la sociedad, con ese servicio escondido y silencioso que da sabor de familia cristiana!De esta familia estupenda que es la Obra, he tocado dos momentos que agradezco a Dios. Hace quince días en Milán; anteayer regresé de Berlín. En las dos estancias, muchos recuerdos de la vida de nuestro Padre, que "quiere" que a toda hora, todas y todos, "hagamos familia".Acudamos mucho a la Madre de la Iglesia y de la Obra, para que nos enseñe a difundir por todas partes los ideales de la familia cristiana, con sus diferentes consecuencias prácticas, necesarias. Si alguna vez comportan sacrificio, no olvidemos que se presentan también como una fuente inagotable de alegría: el gozo de quien no piensa en sí mismo, sino que se gasta en una entrega generosa a los demás, por Dios, como hizo Jesucristo.Seguid rezando mucho por mis intenciones. Dios ha querido que yo sea el Padre de esta familia sobrenatural de la Obra. Yo, solo, no puedo nada; apoyado en mis hijas y en mis hijos, con la gracia de Dios, lo podré todo: omnia possum in eo, qui me confortat (Flp 4, 13). Acordaos especialmente de encomendar a los Numerarios que recibirán la ordenación sacerdotal, en Roma, el próximo día 26. Pedid al Señor que nos los haga muy santos, totalmente dedicados al servicio de sus hermanas y hermanos, y de todas las almas.Y rezad más, mucho más, por Benedicto XVI, el Padre común de los cristianos, el Vicario de Cristo en esta gran familia de Dios sobre la tierra, que es la Iglesia Santa.
Con todo cariño, os bendicevuestro Padre+ JavierRoma, 1 de mayo de 2007.